Aniversario del Putsch de Múnich: el intento de golpe que llevó a Hitler a prisión, y su primer ensayo para conquistar el poder en Alemania

En 1923 Europa era un continente exhausto. La Gran Guerra había dejado tras de sí un tejido social desangrado, una economía en ruinas y una legitimidad política tambaleante. Alemania, sometida al peso del Tratado de Versalles, veía cómo su orgullo nacional se convertía en humillación, su economía se hundía en la hiperinflación y sus calles se llenaban de veteranos sin rumbo, obreros sin trabajo y una clase media arruinada. En ese vacío de esperanza emergió un discurso que prometía redención: el mito del renacer nacional.
Un espejo italiano
Un año antes, en octubre de 1922, Benito Mussolini había marchado sobre Roma. Su gesto, cuidadosamente teatral, no fue una revolución, sino una transferencia simbólica de poder, en la que la élite italiana prefirió pactar antes que resistir. El éxito del fascismo italiano fue leído por los movimientos nacionalistas de Europa como una fórmula posible: acción directa, disciplina y misticismo patriótico frente a la debilidad liberal.
Adolf Hitler, entonces un agitador político en Baviera, interpretó aquella escena como un manual de estrategia. El Putsch de Múnich, de noviembre de 1923, fue su intento de replicar aquella marcha en suelo alemán. Con un grupo de seguidores y el apoyo vacilante de figuras como Ludendorff, irrumpió en la cervecería Bürgerbräukeller, de Múnich para proclamar el fin del gobierno de Weimar. Pero Alemania no era Italia: ni el ejército ni la burguesía bávara estaban dispuestos a jugar al aventurerismo. El golpe fue sofocado en pocas horas.

La economía como pólvora
El contexto económico fue el combustible del intento. Alemania atravesaba una de las peores crisis hiperinflacionarias de la historia moderna: los precios se duplicaban cada pocas horas, el marco se devaluaba hasta el absurdo y los salarios perdían sentido antes de cobrarse. En ese clima, la república de Weimar parecía incapaz de ofrecer estabilidad ni justicia. Los extremismos florecieron como síntomas de una desesperación colectiva.
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Hitler, que había comprendido mejor que nadie el poder emocional del relato nacional, canalizó la ira popular en un discurso revanchista y mesiánico, prometiendo una Alemania redimida por la acción y unificada bajo una voluntad férrea. Su fracaso militar se transformaría pronto en una victoria simbólica.
El juicio: un carnaval político
El juicio posterior al Putsch fue un espectáculo que transformó al acusado en protagonista. El tribunal bávaro, simpatizante de las ideas nacionalistas, le permitió usar la sala como tribuna. Hitler no se defendió: predicó. Denunció a Versalles, ridiculizó al gobierno de Weimar y presentó su traición como un acto de patriotismo.
Condenado a apenas cinco años de prisión, de los cuales cumplió menos de uno, utilizó ese encierro para escribir Mein Kampf, el manifiesto ideológico del nacionalsocialismo. Aquella clemencia fue el reflejo de un Estado que ya había perdido la fe en su propia legitimidad.

La lección de 1923
El Putsch de Múnich no fue una derrota para Hitler, sino su bautismo político. Comprendió que el poder no se tomaba por la fuerza, sino por el control del relato. A partir de entonces, abandonó el aventurerismo y se propuso conquistar Alemania desde dentro del sistema.
















