Qué fue la masacre de Carandirú, la matanza que era récord en Brasil hasta el megaoperativo contra el Comando Vermelho
Brasil vuelve a ocupar los titulares internacionales tras el megaoperativo policial lanzado el martes en Río de Janeiro, que dejó un saldo de 132 muertos y se convirtió en la acción más letal en la historia de la ciudad. Sin embargo, no es la primera vez que un enfrentamiento entre las fuerzas de seguridad y grupos criminales termina con una masacre.
Antes de esta operación contra el Comando Vermelho en los complejos de favelas de la Penha y del Alemão, el episodio más sangriento del país era la masacre de Carandirú, ocurrida en 1992 dentro de una prisión ubicada en pleno centro de São Paulo. Ese día, 341 policías militares, fuertemente armados y acompañados por perros entrenados, ingresaron al penal para sofocar un motín. En apenas veinte minutos, asesinaron a 111 presos y dejaron heridos a más de un centenar.

Según los informes oficiales, 89 de las víctimas se encontraban bajo prisión preventiva, y la edad promedio de los muertos era de apenas 22 años. No obstante, varios testimonios de sobrevivientes y observadores sostienen que la cifra real de víctimas fue aún mayor, consolidando a Carandirú como un símbolo de la violencia institucional y de las profundas fallas del sistema carcelario brasileño.
La prisión de Carandirú, testigo de la mayor masacre en la historia carcelaria de Brasil
Todo comenzó la tarde del viernes 2 de octubre de 1992, cuando un partido de fútbol entre presos derivó en una pelea que rápidamente se descontroló en el Pabellón N° 9. Hubo enfrentamientos cuerpo a cuerpo, ataques con armas blancas e incluso un incendio provocado por un colchón en llamas. Según la versión oficial, se trató de un motín; sin embargo, los testimonios de los sobrevivientes contradicen esa versión. La mayoría coincidió en que fue una riña aislada entre dos internos que escaló, pero que en ningún momento existió la intención de tomar el penal.
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Pese a ello, el entonces director del presidio, José Ismael Pedrosa, solicitó la intervención de la Policía Militar para “controlar el motín”. La operación fue encabezada por el coronel Ubiratan Guimarães, quien tomó el mando de tres batallones y pidió refuerzos al Ejército. Desde ese momento, los hechos se desbordaron por completo.

Guimarães ordenó rodear el penal con un cerco de seguridad bajo el pretexto de proteger a los civiles, aunque en realidad la medida impidió el acceso de periodistas y funcionarios judiciales. El coronel dio la orden de ingreso: 341 policías militares y soldados irrumpieron en el complejo penitenciario armados con pistolas automáticas, ametralladoras y perros entrenados. En cuestión de minutos, los disparos comenzaron a retumbar. No se trató de una operación de control, sino de una represalia brutal que derivó en una masacre.
Cuando terminó el operativo, las autoridades afirmaron que había ocurrido un “enfrentamiento” entre presos y policías. Pero los números desmentían esa versión: 111 internos muertos y 110 heridos, frente a cero bajas entre los uniformados.
Las declaraciones de los sobrevivientes revelaron el verdadero horror. Muchos reclusos se rindieron de inmediato, pero los agentes continuaron disparando. Otros se refugiaron en sus celdas, donde fueron ejecutados a sangre fría. El preso Sidney Salles, uno de los pocos que salvó su vida, relató: “Cuando salí a la galería, vi un montón de cadáveres tirados en el suelo. Nos ordenaron sacar a los muertos y cargué unos veinticinco cuerpos. Los bajábamos de los pisos y los amontonábamos en el patio. Esta escena ha sido una constante en mi mente. En los días después de la masacre, las imágenes de los cuerpos ensangrentados me torturaban psicológicamente de noche, cuando dormía. Me solía despertar gritando, en pánico”, contó.

Incluso, el perito criminal Osvaldo Negrini, de la Policía Civil, también pudo reconstruir que 85 de las 111 víctimas fueron ejecutadas a sangre fría en sus celdas: “Muchos disparos fueron realizados desde las ventanillas de las puertas de las celdas y encima con ametralladora. Así los policías conseguían matar a cuatro o cinco presos de una vez. No había necesidad de una acción de este tipo, los reclusos ya estaban dominados. Pero, no se sabe por qué razón, optaron por exterminar a varios de ellos simultáneamente”, recordó.
Tras la masacre, la Policía Militar intentó encubrir los hechos: colocó armas falsas en las celdas y retiró los casquillos de bala para entorpecer las pericias. Aun así, el horror de Carandirú quedó grabado en la memoria colectiva como el símbolo máximo de la violencia institucional brasileña, una herida que aún hoy sigue abierta en la historia de Brasil.












